Mi relación con el maquillaje ha cambiado mucho desde que empecé a usarlo, allá por el año 2000.
Al principio no nos llevábamos bien. Lo más cerca que estaba de gustarme el maquillaje era la canción de Mecano, que no paraba de bailar de pequeña sin parar.
Me hacía sentirme insegura, como si de pronto, al usar rímel y sombra de ojos me convirtiese en una persona que no era. Alguien atrevida y descarada que en el fondo no era así.
Yo veía que mis amigas comenzaban a usarlo y me agradaba cómo les quedaba. Cuando me animaba a probarlo yo sola, en casa, me miraba en el espejo muy muy seria, poniendo cara de mujer fatal y en absoluto me disgustaba. Me daba cuenta de que puesto aquí, ahora allá, destacaba mis cualidades y ocultaba mis defectos. Pero una tremenda vergüenza sentía si salía así a la calle.
Incluso mi madre me animaba a echarme algo de colorote o eyeliner, cosa que yo rechazaba. Recuerdo en especial un día de Nochebuena. Yo iba a reunirme antes de la cena con unos amigos y la mujer, al ver que iba a ir sin gota de pinturete, me insistió bastante. "¡Pero Julia! Todas tus amigas llevan y están monísimas. ¡Mira, cógeme esta sombra marrón!" Acepté para que dejase de dar la brasa como solo las madres saben hacer y seguí sus consejos. Cuando llegué al bar en el que había quedado con mis colegas, enrojecí como un tomate y como no dejaba de sentirme raruna corrí al baño... ¡a quitármelo! Siempre que pienso en esta anécdota no puedo evitar reírme de mi misma. ¡Pobre e inocente quinceañera!
Lo curioso es que después la cosa cambió radicalmente. En mi época de farras continuas, me pintaba siempre los ojos (y nunca los morros) como si no hubiera mañana. Y de un negro como el tizón. Salía súper orgullosa de casa con mis ojazos ahumados y enmarcados por mi flequillo recto.
Eso sí. Entre semana no me pintaba nada de nada. En cierta forma, esa timidez que experimentaba años antes seguía en mí. Solo desaparecía los fines de semana, cuando dejaba escondidos los complejos y me transformaba en una chica más resuelta y espontánea.
Al terminar la universidad sí me animé a usar el lápiz de ojos y el antiojeras diariamente.
¿Podría decirse que por fin había desaparecido mi vergüenza a ir maquillada? ¡Pues no! Aún había una cosa a la que me resitía. Algo que me parecía que la gente notaría demasiado y que me haría destacar más de la cuenta. ¡Los pintalabios!
Hoy en día creo haber superado todos mis miedos al maquillaje. Es más, ya no recurro tanto al negro para los ojos y utilizo mucho más el color en los labios, como en las fotos de hoy. Seguro que volveré a cambiar, porque en esto también influyen las modas. Pero al menos espero que estas variaciones no se deban a la vergüenza;)
¡Besos para todos y hasta el próximo post!
Vestido: ZARA
Chaleco: SOPA DE AZÚCAR
Botines: ULANKA
Bolso: PRIMARK